La pregunta que siempre me hice es, si los escritores ¿se hacen o así nacen?, la respuesta nunca es respondida absolutamente, ya que algunos lo han sido desde antes de ir a la escuela, otros fueron estimulados en las aulas, de primaria, secundaria, o la universidad, pero también hay quienes viejos o entrados en años se inician en esta labor, como establecer entonces una respuesta certera a la pregunta, pero lo que si se es que, los poetas también mueren, te contare de Sebastián aquel niño que escribía y escribía, montones de cosas, era pura imaginación, emoción de dieciocho kilates, insaciable y lo mas impresionante es que la inspiración afloraba en él como agua en un manantial abundante, a borbotones, fresca y sensible, capaz de aplacar la sed de cuentos o historias fantásticas y románticas, de un mundo nuevo o raro, así era Sebastián, despierto, amiguero, juguetón, palomilla y además estudioso. Seguramente ya adivinaste que el cuento que te voy a contar es sobre él, sí, andaba por las calles rumbo a su colegio, en el micro repasaba la poesía que el profesor de literatura les había encargado que aprendieran, era libre la elección por ello escogió “La Niña de la Lámpara Azul”, de José María Euguren, la repetía y la repetía, estaba listo para recitarla, no para declamarla eso era mucho pedir, era de los que escribían pero no de los que hablaban, llego a su aula y vio que todos estaban repasando su poesía, se sentó donde siempre, la tercera carpeta de la primera columna a la derecha, detrás de Zapata y siguió leyendo y repitiendo, entonces el profesor empezó a llamar, salió Moreno y recito el poema “Los Heraldos Negros”, como una estatua, sin emoción, pausadamente, pero cumplió, se le ordeno que se sentara, llamaron a Ledesma, este no había aprendido ninguna poesía y se paro para decírselo al profesor, ¡Cero! de nota y lo mandaron a sentarse, el ambiente se volvía tenso y la energía salía de los cuerpos sobre las cabezas se formaba una nube de aire turbio y caliente como un espejismo en la carretera, fueron saliendo uno a uno, hasta que llamaron a Calín, se paro delante de todos y digo –mamita mamita, me siento a la mesa me da mi sopita, gracias- y se sentó rápidamente, toda el aula estaba en silencio esperando la reacción del profesor, ¡Cinco!, ¡Sebastián adelante!, camino lentamente , se colocó frente a sus compañeros, todos le miraban con esperanza de que él contentara al profe, pero él los miraba también, en silencio hasta que éste fue roto por el profesor que le digo que si había olvidado el nombre de la poesía no importaba, que empiece, temblaba aterrorizado de vergüenza que todos le miraban, respiro profundo y exclamó:”del autor Rubén Darío… por el pasadizo silencioso…”, luego nuevamente silencio y más silencio, era escalofriante ver a Sebastián hundido en lo mas profundo de su interior, no veía a nadie, no escuchaba, ni hablaba, eso que los adultos llamaban “lagunas mentales” se había producido, o más aun era un “mar mental”, tan profundo, cadavérico y desgarrador, tuvieron que sus compañeros conducirlo a su silla, donde comenzó a salir de aquel hoyo espacial que lo había transportado a un lugar que el ya no recordaba, era acaso cosa del demonio, “soy tal vez un idiota desmemoriado”, se decía al no comprender lo que había pasado, ¡sí yo lo sabía!, repetía una y otra vez, cinco fue su nota, el profesor solo atino a decir, “ él sabe”, entonces terminó la clase.
Sebastián contó a su madre lo sucedido, tratando de encontrar una explicación lógica, incluso le recito el poema con puntos y comas, su madre le sacudió el pelo y le susurro al oído, son cosas que pasan, no te amilanes por eso, son los retos de la vida, trata de superar ese miedo que llevas dentro de ti.
Entonces se apertura las inscripciones para el teatro escolar, y se apuntó, pero no calificó, claro si era tímido y no podía hablar en público, su mundo reducido a unos cuantos amigos habían hecho de él un ermitaño en la ciudad, su choza era el cuarto donde dormía, donde además dos espíritus lo acompañaban: la soledad y el ruido, pero así soñaba ser popular y lo único que sabía era escribir, decidió aprender a expresarse en público, y aun cuando fue descalificado para integrar el grupo de teatro, habló con el profesor para inscribirse pagando una mensualidad para que le enseñaran, pero le adelanto al profesor de teatro que lo que quería es aprender mimo ya que hablar no sabía, sin embargo, poco a poco se introdujo en el arte de hablar y mimo nunca le enseñaron, aunque lo aprendió viendo a otros, y resulto en la primera obra como un mendigo apareciendo desde el público, ¡una limosnita por favor, una limosnita por favor!, sus piernas le temblaban pero su voz sonaba segura, el miedo había sido superado, comprendió que solo se aprende a nadar nadando, no había otra forma y así fue, participó de un concurso sobre el Ramón Castilla y las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma, le avisaron el día viernes por la tarde que debía representar a su colegio, busco libros, el sábado avanzó un poco pero era insuficiente, solitario buscó bibliotecas el domingo y llego caminando a una del Club Huallaga, tocó la puerta y solicitó el apoyo, entonces encontró los libros que buscaba y pudo el día lunes presentar el trabajo que lo hizo merecedor al segundo puesto, lo cual le lleno de placer, había descubierto que no solo poesía podría escribir, también prosa y mas aun podría colocar lo que pensaba al respecto, se sentía libre de hacerlo. Pasaron los días y fue convocado nuevamente para escribir esta vez un ensayo, ¿qué es un ensayo se pregunto?, escrito breve sobre un tema en particular le dijo el “Ciego” Zavaleta, así llamaban con cariño a un profesor de literatura, y lo metieron en una aula con lápiz y papel, ¡escribe!, cerraron el ambiente y le ordenaron, sólo otra vez, se puso a escribir y escribir, a ratos la secretaria asomaba su arrugada cara para recibir lo que estaba listo para tipearlo en la antigua máquina de escribir, toda una tarde desarrolló el tema, la juventud y la lucha de clases, tema propuesto por el Club organizador del concurso, y por fin a las seis de la tarde lo concluyó y fue revisado por el “Ciego” para su presentación al día siguiente, Sebastián tenía en sus manos el trabajo, lo miraba y remiraba, incrédulo de que él lo podría haber engendrado, en su interior decía -no puede ser que mis manos hayan escrito tanto, es acaso magia, o un embrujo que me permitía hacer semejante cosa- no comprendía el fluir de sus ideas y lo simple de ellas, de donde salía tanto, es que alguien le dictaba y ordenaba las ideas y le movía las manos para poder impregnarlas en las hojas blancas, pero se sentía feliz ilógicamente, se sentía diferente. Los resultados del concurso se dieron y fue el ganador, declarándose desiertos los demás puestos, le hicieron entrega de un premio en dinero y un libro, pero el premio mayor era ser reconocido, se sentía grande, soy un escritor voceaba a sus adentros, quería saltar de alegría, gritar sus triunfos, pero no, tenía que guardar cordura, en su casa su madre y hermanos restaban importancia a estos hechos, un abrazo por compromiso sin afecto, sin la emoción esperada, era un triunfo solitario que le daba satisfacción. Entonces siguió escribiendo poemas no para un concurso sino para si mismo, eso le gustaba mas, se sentía volar por el firmamento del amor y la violencia de su alrededor. Conoció a Ivonne una estudiante de otro colegio a quien escribió un poema con versos alejandrinos y ella le agradeció sobre manera, lo cual le gusto a Sebastián, no era un concurso pero el premio fue muy estimulante, y siguió escribiendo montones de hojas, montones de versos, que leía y lo hacían grande para sí, tantos poemas tenía que a sus catorce años ya, pensó que alguien más que él debía leerlos y criticarlos, tomo la decisión de que sean evaluados por alguien que conozca el tema, conoció a un literato llamado Estrada, viejo y con mirada taciturna, le llevo todo el paquete de poemas, esperando que algo de ello resultase, a los quince días fue a ver al crítico quien lo recibió en su sala y le entrego tres hojas, “estas valen le dijo”, y el resto preguntó Sebastián, “esos no”, entonces un hielo cubrió su cuerpo desde la punta de sus pelos, bajando por su cara, su pecho, como si nitrógeno líquido le corriese por sus venas en vez de sangre, sus brazos y piernas también lo sentían, petrificado solamente miraba al literato, recibió su material, agradeció casi como un autómata y salió. Ya en la calle no pensaba en nada caminó tres o cuatro cuadras en silencio sin pensar en nada, se detuvo, se sentó al filo de la vereda y lloró, mientras tanto rompía las hojas de los poemas, una tras otra, no escribiré más, nada de lo que hago sirve, ha muerto el poeta se repetía, y sus cenizas debe llevarlas el viento, las letras viene del pueblo y al pueblo deben volver, ideas fueron y en viento se convertirán, su llanto no podía contener, las hojas que contenían los poemas calificados como buenos, fueron también rotos y sepultados en el olvido, una vez concluido este ritual fúnebre Sebastián quedo sentado rodeado de pedazos de hojas que como pétalos movía el viento, se puso de pie caminó por lugares inciertos para nunca mas escribir, el poeta había sido muerto, ¡ha muerto el poeta!.